sábado, 15 de marzo de 2014

Ésto no es cuento (continuidad de Mendieta)


   Y uno comienza a leer a un Fontanarrosa, al negro, a la cara visible de Boogie el aceitoso o de Inodoro Pereyra (y por qué no Mendieta) y se da cuenta de que el tipo no se murió. No tanto porque su escritura como toda buena escritura va a pervivir en la fantasía de quien en cualquier momento, digamos la próxima post-glaciación, se atreva a meterse en su entramado de palabras y malas palabras, puteadas que se dice, sino que y tal vez más importante, porque el negro ya tenía un trato con la propia muerte. Sí, ya la había mirado a la cara mucho antes de su deceso, ya le había hecho el “entre” y hasta la había carajeado más de una vez. Sino leé ese librito de cuentos de los 70, el “Los trenes matan a los autos” y en particular el “De los suicidios” un poco antes de los varios temáticos de la problemática existencial del “fobal” entre el potrero y el profesionalismo, en ese lugar de donde nunca se tendría que haber ido.
   Decía,  en “De los suicidios” Fontanarrosa menciona, enumera, describe y problematiza sobre “la culminación de la vida a través del…”. Él mismo asevera no pretender hacer un catálogo, salvando tal circunstancia por el hecho de parecerle una tarea pretenciosa e inconducente, pero la realidad es que provoca en el lector esa sensación ante la consumación de normas generales para tales eventos.
A lo que voy, es que a más de la descripción, valoración, ejemplificación y consejos sobre varias de las maneras en las que uno pudiera o podría suicidarse, creo yo, solo nombra y de refilón una de las fundamentales. Es más, siento que de alguna manera no se olvida sino que se quiere olvidar.
En tal enumeración trata concienzudamente del hecho definiéndolas como las más comunes y correctas, las que se realizan a través de armas de fuego, del uso de cianuro y otros venenos y de los despeñamientos, dejando entrever algunos capítulos más sobre el tema pero que simplemente esboza sometiéndolas a una valoración menor en cuanto a la estrategia suicida, comentando aún y también ciertas acciones que han quedado relegadas por el mismo progreso (¿?).
Digo yo, negrito querido que sé que me estás escuchando: -¿por qué tan poca valoración le das en tu escrito al suicidio por ahorcamiento, es más hasta lo definís como anacrónico y antiestético desde una simple puesta de escena de sus aparatosas y trágicas sombras sobre la pared? Estoy en total desacuerdo con vos, Roberto Fontanarrosa, esas sombras o la luz misma que las proyecta aún siendo solo un efecto colateral de la acción le dan un traspié denotante, diría hasta cultural. Son lo que no se animó a decir Platón en “La Caverna”, el qué decir del concepto freudiano de “lo siniestro” que a más definición el tipo este Freud escribió una de sus más embelezadas páginas sobre este término, en alemán lo “unheimlich”, lo que viene de algún lugar del pasado dejado en el recuerdo inconsciente y qué lugar más pasado que el mismo cordón umbilical llegado allí, en forma de voraz soga sobre el cuello, devolviendo al ser individuo al lugar del que tal vez nunca debería haber salido. No es, compañero rosarino, el hecho aristocrático del uso del cianuro, o lo fílmico policial del uso de armas de fuego, o lo espectacular de un despeñamiento, pero es,… sino qué es,… la vuelta al pánico original del nacimiento. Es esa vuelta de rosca que quienes adecuamos bien las palabras no logramos visualizar, que quienes no estamos en el presente con tal hambre voraz como el de un pibe, adolescente generalmente, pobre o cercano a la pobreza que vos mismo esbozás al darle de fondo una pared pintada a la cal, no nos animamos a adentrar. Porque es así, viejo, estoy seguro que ahora que tenés más tiempo, que los pocos prejuicios de saber que antes tenías y ahora ni por las chapas te van a hacer una gambeta, la debés comprender. Esa pared de cal o aunque no lo fuera, esa soga umbilical que aunque en vez de soga fuera un cable de esos que atraviesan la visibilidad, son “poder popular”. Ese poder que tiene el Ser cuando no tiene ya ningún poder. Como el de tener hijos a pesar de que no se tengan camas. Ese grito sagrado de gol en medio de un estadio o de un potrero, aunque fuere el único gol de una catastrófica derrota por goleada abrazándote con el primer “otro” transpirado y sucio que encontrás, ahí casi como un hermano en esta soga que llamamos Humanidad.

M.F.
 

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